jueves, 5 de junio de 2014

El Sauce Llorón.


Cuenta una leyenda que en la cima de una enorme colina, se erguía un hermoso castillo.

Dentro de las fortificaciones del castillo, habitaban todas las clases de súbditos: los nobles, los comerciantes, los sirvientes, los artesanos y los pobres.

Un día, un niño plebeyo salió a las afueras de las fortificaciones del castillo para jugar y encontró, en una pradera cercana, un pequeño arbusto. Al ver lo solo e indefenso que se encontraba el arbusto, resolvió cuidarlo. Todos los días, con el pretexto de jugar afuera, cuidaba el arbusto regándolo y quitándole todas las hierbas malas de su alrededor.

Pasaron los años y el niño se convirtió en un joven alto y apuesto, así como el pequeño arbusto también se convirtió en un frondoso Sauce, con sus ramas largas y rectas apuntando hacia el sol y las hojas de un verde reluciente.

Lo que les unía, también había crecido – de la amistad al amor.

Cierto día hubo un incidente: le habían robado un cesto de frutas al comerciante y este fue a hablar con el sheriff que, inmediatamente mandó investigar. No tardaron en averiguar que el hecho lo había cometido el hijo de un conde. El sheriff sabía que no podía inculpar al hijo de un conde, entonces decide inculpar al pobre niño plebeyo como forma de dar ejemplo y mantener el orden. Lo llevan al rey y el niño plebeyo no es capaz de probar su inocencia, así que la sentencia es dictaminada:

—Veinte latigazos! Y solo podrás volver al castillo a la mañana siguiente de haber cumplido tu sentencia.

A la mañana siguiente salieron del castillo, el sheriff y el niño plebeyo, escoltado por dos guardias armados y un caballo que llevaba todos los enseres para cumplir la sentencia. Llegaron cerca del frondoso sauce cuando, sin que pudieran evitar, el caballo que llevaba los enseres se escapa en un vertiginoso galope. Tenían al niño, pero no podían hacer cumplir la sentencia sin aquellos enseres. Tampoco podían volver al castillo, pues el rey era muy estricto con el cumplir de sus sentencias. El sheriff entonces les ordena a los guardias que ataran al niño junto al sauce, usando de las ramas más blandas del árbol y al ver las otras más rígidas, las usarían como látigos. Y así se cumplió la sentencia.

El niño, atado y azotado por las mismas ramas del árbol que él mismo había cuidado.

Cumplida la sentencia, se marchan el sheriff y los dos guardias armados, dejando al niño atado al árbol.

A la mañana siguiente, retorna el sheriff para rescatar al niño de su cautividad, pero lo que encuentra era una escena totalmente distinta del día anterior. No había un frondoso sauce con sus ramas largas y rectas apuntando hacia el sol, ni las hojas eran de aquél verde reluciente. No estaba el niño atado a ese árbol.

Lo que se veía eran las ramas del árbol totalmente curvadas hacia el suelo, como se hace en señal de rendición o sumisión. Y, quizás, por el rocío de la noche, esas ramas parecían derramar lágrimas que caían en un pequeño arroyo que también, misteriosamente, había aparecido. Y la imagen del hijo del conde también apareció en su mente, junto a la imagen del niño injustamente inculpado y sentenciado. La imagen del niño parecía fundirse con el tronco del árbol, y el sheriff derramó, también, las mismas lágrimas que parecían derramar el sauce.

Desde entonces se cree que esta puede ser la leyenda del Sauce llorón, aunque lo que es verdaderamente cierto es que muchas veces, el propio hombre usa del amor para causar las heridas más profundas. El sauce amaba al niño, y a través de sus ramas, las habían usado para herirlo. Se pueden derramar lágrimas, como hicieron el sauce llorón o el sheriff, pero eso nunca puede desagraviar cualquier injusticia cometida.


© jose luis iglesias ros

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