domingo, 23 de febrero de 2014

El Maestro y el Caballo.

El maestro había sido invitado a un encuentro de maestros en una ciudad no muy cercana.
Resolvió llevar a cinco de sus discípulos en un carro de caballos, porque deberían llegar en buenas condiciones físicas al encuentro.
Por la mañana temprano todos ya habían despertado y dispuestos a ponerse en marcha.
Conduce tú, querido discípulo. pidió el maestro a uno de los discípulos.
El maestro iba disfrutando del paisaje y compartiendo pensamientos con todos los acompañantes. De repente el carro se detiene al lado de una ribera y el maestro observa al caballo beber de aquél agua. Luego, siguen su camino. Al poco rato, nuevamente el carro se detiene al lado de un árbol de manzanas y el maestro observa al caballo deleitarse con aquella manzana.
Querido discípulo, debemos apresurarnos. dijo el maestro en
tono tranquilo.
Sí, querido maestro. —Confirmó el discípulo al tiempo que soltaba el látigo al aire.
Al llegar a una vasta llanura, toda ella estaba cubierta de una vegetación espectacular y muchas, muchas flores. Este hecho no pasaría inadvertido por ninguno de ellos, incluso para el caballo, que se detuvo para oler y mordisquear aquellas hermosas flores.
Querido discípulo, ahora que estamos cerca, conduciré yo el caballo. Solicitó el maestro, agradeciendo al discípulo por el trayecto recorrido y aprovechando el hecho del caballo haberse parado.
El poco camino que quedaba fue recorrido sin mayores percances, llegando todos a su destino. Al bajarse todos, dijo el maestro:
Habéis disfrutado del viaje?
Sí, maestro. Fue placentero. comenta un alumno.
A mí también, excepto las muchas paradas que fuimos obligados a hacer. Dijo otro, mostrándose un poco menos afable.
Tuve que parar por culpa del caballo. Dijo el que había conducido la carreta, disculpándose y al mismo tiempo exonerándose de toda culpa.
El maestro, atento al desarrollo de la conversación, decide intervenir:
La obligación es una forma de esclavitud. Si nos dejamos esclavizar, perdemos nuestra identidad:
»Imaginemos que somos un todo compuesto de cuerpo, mente, inteligencia y sentidos. El cuerpo reacciona según los sentidos, que a su vez son percibidos por la mente, que quiere que les satisfaga, y la inteligencia entra para establecer las prioridades.
»Imaginemos un caballo salvaje e imaginemos un carro de caballos.
»El cuerpo es el carro que está atado al caballo que son los sentidos. La inteligencia es el carretero, que conduce el carro a través del caballo. La mente es la rienda, que controla al caballo, a través del carretero. El carretero, que es la inteligencia, lleva la rienda que es la mente, para controlar al caballo.
»Imagina ahora que dejas al caballo galopar sin rienda ni carretero que lo controle o le guie. El viaje promete no ser nada agradable ni seguro, no es cierto?
Sí maestro! Concordaron todos los discípulos, reflexionando sobre el viaje.
El caballo estaba bien alimentado continuó el maestro, pero su mente deseó beber, comer, oler y no sabemos qué más. Buscó satisfacer sus deseos sin importar la tarea que le habían asignado.
»No debemos dejar que esto nos pase. Debemos controlar nuestra mente y no que ella nos controle. Si no alimentamos nuestros deseos, ellos se desvanecerán con el tiempo, y una mente que no desea, es una mente tranquila.

No debemos hacer esperar a nuestros anfitriones, a menos que queráis echar la culpa al caballo… concluyó el maestro.

El deber de la mente es desear, como respuesta a los estímulos de los sentidos.
Los sentidos estimulan, la mente desea y manda al cuerpo que le satisfaga, y mientras no lo hace, estará perturbada así de simple. El resultado, al final, será sufrimiento. Cuando eliminas los deseos que te llevan a la satisfacción del ego, tu mente reposa en la más absoluta paz.
Que así sea!    © jose luis iglesias ros

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